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viernes, 22 de agosto de 2008

Artículo para la reflexión

Los malos días

No entran los aviones de Madagascar y la isla de Zanzíbar en la destrucción de nuestros hábitos Alfonso USSÍA Esto de escribir casi todos los días es causa, a veces, de un infinito cansancio. Más aún cuando el ánimo no está para bromas. Somos egoístas y lejanos. Leemos que un avión de Madagascar se ha estrellado en la isla de Zanzíbar y pasamos página rápidamente. No entran los aviones de Madagascar y la isla de Zanzíbar en la destrucción de nuestros hábitos. Pero si el accidente es en España, o en cualquier país europeo o americano frecuentemente visitado, y el vuelo lo hemos tomado con anterioridad en alguna ocasión, y la tragedia tiene lugar en el aeropuerto de Barajas, la noticia nos estremece. Todos podíamos haber sido las víctimas del vuelo de Spanair Madrid-Las Palmas. Y el egoísmo se atemoriza y llega la consternación.

Un accidente aéreo conmociona más que el descarrilamiento de un tren o el saldo final de muertos en un fin de semana en las carreteras. La muerte sobre la tierra parece más llevadera que desde el aire, aunque en el caso de Barajas el avión destrozado apenas se había levantado sesenta metros sobre la nueva pista del aeropuerto madrileño. De un accidente de aviación es muy difícil sobrevivir, y cuando vemos las imágenes de un avión calcinado en tierra, rodeado de cuerpos, maletas, ropas, dolor y humo, nos sentimos estremecidos porque pensamos que nosotros podríamos ser los protagonistas de la tragedia. Como todas las personas que se han visto, por su profesión, obligadas a viajar en avión con frecuencia, cada vez que embarco en uno de ellos sé que lo hago en un aparato seguro y fiable, pero también experimento un apego creciente a la tierra que me desasosiega. Me entristece, y mucho, pensar que en el avión de Spanair que nunca llegó a las Palmas porque se estrelló en el aeropuerto de origen, viajaban niños que pudieron sufrir esos siete segundos de terror que nadie merece. Personas que iban o venían de sus vacaciones y sintieron esa incomodidad natural que procura todo vuelo. Es decir, que sintieron lo mismo que hemos sentido en numerosas ocasiones tantísimos viajeros en los minutos previos al despegue del avión. Eso, el despegue, despegarse de la tierra, que es nuestro lugar natural. Porque el mar también lo es, y de ahí que el naufragio de un barco nos impresione menos que la caída de un avión.


Las estadísticas no mienten en este aspecto. El avión es más seguro que el coche, que el tren y que el barco. Pero la sensación de indefensión que se siente en un avión no es comparable a la aceptación del riesgo que se asume en los desplazamientos por la tierra y la mar. Un accidente terrible cada veinticinco años. Y podríamos ser nosotros los accidentados. Motivo más que suficiente, para que nos los recuerde la conmoción.

Renunciar al avión equivale, en nuestros tiempos, a la autolimitación de la vida y sus exigencias. Hay muchas personas que así lo han decidido y han empequeñecido su mundo voluntariamente. La técnica y la ciencia han creado aviones segurísimos y los pilotos son, por lo general, profesionales extraordinarios. Volar, por otra parte, es en la mayoría de las ocasiones, una agradable manera de vencer al tiempo. Pero cuando se produce un accidente en nuestra cercanía, en uno de nuestros aeropuertos, en un avión que cubre un trayecto familiar, la impresión nos estremece. El egoísmo aterrorizado de la inmediatez. Y uno piensa en los muertos y escribe con desaliento.

por Alfonso Ussía


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